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Luna Roja
El hombre
del Ministerio llevaba semanas frente al panel, sin órdenes, sin descanso.
Nadie le había dicho cuándo debía pulsar el botón, pero todos sabían que el
botón existía, y eso bastaba para que nadie durmiera. En el edificio no se
hablaba del botón; se lo rodeaba con informes, se lo justificaba con fórmulas,
se lo temía en voz baja. Afuera, los periódicos titulaban victorias que nadie
comprendía. Las marchas se multiplicaban sin rumbo, los cantos se repetían con
la exactitud de una plegaria que ya no pide nada. La gente miraba el cielo con
la esperanza de encontrar una señal, pero solo veían humo y el parpadeo de los
drones.
Una tarde,
el hombre observó su reflejo en la superficie metálica del panel. Era la
primera vez que lo veía con claridad: ojeras profundas, la piel grisácea, la
mirada de quien ha obedecido demasiado. No recordaba su nombre. Solo la orden: custodiar el botón.
Recibió un
mensaje cifrado. Una sola palabra: proceda. Nadie vino a confirmar si
era auténtico. Nadie lo detuvo. Apoyó el dedo con una calma que no era suya. El
sonido no fue inmediato. Primero se apagaron las luces, luego las alarmas, y
por último el murmullo de los otros pisos. En el silencio que siguió,
comprendió que no había salvado a nadie ni destruido nada. Solo había cumplido
la orden que todos esperaban.
Afuera,
empezó a llover. Una lluvia espesa, gris, que caía con la lentitud de algo que
ya había sucedido muchas veces.
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Pienso que estamos al borde, al borde de un cielo sin sol...
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