viernes, 23 de abril de 2010

IMELDA (6)


* Cuadro de la galeria de Fernando Herrera


Ella me dijo un día que quería salir conmigo y yo acepte medio confundido, medio comprimido por la emoción que casi me asfixia, se me detuvo el corazón, pero seguí adelante. Ella me estaba esperando a la salida de mi jornada laboral y yo por no quedar mal, le lleve un pequeño presente. Ella estaba como ausente, mirando a todos lados, pero luego se sintió mas tranquila, con mi broma matutina y me tomo del brazo y nos echamos a andar.

Era un atardecer de otoño, y yo pensaba mientras la veía caminar a paso lento pero decidido, que ella tal vez si seria para mí. Y empezó a nacer en mi, ese sentimiento diluido, que luego llame amor, por se cortes conmigo mismo.

- ¿Te queres tomar algo? – Pregunto sin mirar a ningún lado.

- Si claro, lo que tú quieras. – Conteste cortésmente sin escucharme lo que habia hablado.

Y así llegamos a un viejo bar del barrio aquel llamado La Candelaria. Refugio de soñadores sin remedio, incapaces de ser cambiados, profesores bohemios de la vida nocturna en busca de una alumna a quien amar por momentos. Mujeres fáciles que se emborrachan y duermen con cualquiera, sin opciones, como luces de candelabros disyuntivos y de decisiones rápidas al encenderse y apagar la luz del día, porque en aquel sitio eso a nadie le interesa.

Imelda se sentía en su almizcle. Ella, la misma actriz de teatro que duraba horas bajo la regadera, esperando a que alguien la quisiera, llevándose las manos a sus piernas enfundadas en jabón de olor y tocándose como una oración que jamás se declama en voz alta. A mi me gustaba ir a ver sus obras en pequeños sitios con poca gente, en donde ella daba lo mejor de si sobre las tablas, recibía algunos aplausos y unos billetes doblados por el derroche lastimero de su inevitable talento. Los rasgos de ser una mujer fatal los llevaba desde las plantas de sus pies hasta el desdoble figurado de su rostro aburrido de no encontrar un hombre capaz de ser macho al mismo tiempo para llenar con el todas sus grietas esculpidas por amar. Santa Maria se tapaba los ojos cuando la veía pasar con sus minúsculas faldas al doblar la esquina de la iglesia cada día. Ella y sus movimientos de cadera al ritmo de la salsa era una invitación a explorarla y yo balbuceaba cuando la tenia enfrente, porque se me llenaba la boca de tierra.

Nos sentamos en una vieja mesa de madera, frente a frente y me pareció cada minuto más bella. Imelda me contó sobre un libro que leyó de una historia peculiar. Era la de un paramilitar que deserto y contó su vivencia. Yo tenía mis ojos en los suyos y la vela se apago antes de poder entenderla. Nos sacaron del lugar, eran las seis de la tarde y la ley seca estaba por iniciar, porque el fin de semana era electoral. Yo me reí por lo bajo del voto popular y ella me dijo que tampoco iba a votar. Nos fuimos caminando por la calle séptima y al ver un parque solitario, compramos un trago barato, lo enfundamos en una botella de plástico y nos sentamos a charlar allá. Me di cuenta de que me gustaba mas de lo que cualquier mujer me hubiese gustado jamás. Hable de mi vida y de mis cosas sin sentido y ella me vio como afligido y me dio una sonrisa de resurrección, que hasta hoy, llevo tatuada en mi cuerpo interior. Me contuve hasta lo indecible, porque quería besarla pero no podía arruinar la primera cita. Ella lo sospecho, pero no dio pie a la situación y yo mas tarde la lleve a casa encantado. Imelda dijo que quería repetir aquel bocado y nos pusimos una cita futura, que seria la más dura, pero tambien la mejor.

Esa fue mi Imelda y nuestra primera cita. Yo en esa época imprecisa bebía encandilado en el trapecio de mi inconciencia de toda la vida de embriagarme para olvidar, para ver si con la cirrosis se alteraba mi historia. Pero hay cosas que no pueden cambiar. Ella se enamoro de todo lo malo de mí, de todo lo que por dentro tengo negro, y eso mismo fue lo que la saco corriendo de mi cama, de mi casa y de mi vida. Por poco y me desintegro. Llego finalmente la segunda cita y con ella la revelación de mi amor y de los caprichos del destino, que no se a que juega. Éramos dos en la ciudad y eran horas calurosas de la tarde. Ella ese día se reía y me hablo de su padre. Ella lo amaba, ella lo quería, pero el ya estaba muerto. Ella me contó de los hombres que la habían dejado, me confeso que ella habia sufrido infinitamente por uno al que ella tuvo que dejar, pues se la habia llevado a otra ciudad y la mantuvo en una celda, porque la quería solo para el, y ella no quería eso. Ella quería ser Imelda. No soporto su estricta disciplina y su férrea obsesión de mantener todo en casa organizado. Peleaban, hacían el amor, se perdonaban y amanecían de nuevo en otra guerra. Finalmente un día ella tomo la carretera, con la ayuda de su suegra, quien sintió lastima de ver su mirada imposible y le dijo: huye. Y ella Huyo. Volvió a su pequeño terruño en donde su padre la recibió como si hubiese vuelto de la otra vida. Admire yo su valor suicida y su intención de no morir abandonada ni engrasada en el sudor de un hombre que no la supo valorar.

Ella y su padre, siempre fue para mí un relato singular. Imelda me contaba que ellos salian a fumarse un cigarro al parque contiguo a su casa, pero él murió un día y ella nunca me dijo de que. Y yo nunca se lo pregunte y debí habérselo preguntado. Ella callo más de lo que dejo ver, y yo debí haberme esforzado en hacerle creer que yo era un amor equivocado, pero que por nada debió haber renunciado…Y no fue así. Ella renuncio. Y yo no soy el mío Cid. Yo soy el que lo escribió. Yo soy el anónimo.

CONTINUARA . . .