viernes, 21 de julio de 2017

RIO MAGDALENA (7)




MAGIA





Yo crecí en una finca, en el Tolima, era de mis abuelos. Recuerdo que me gustaba salir a caminar solo por uno de los más hermosos paisajes que la vista pueda recrear. Me gustaba el silencio de la montaña, el olor de los palos de café, al acercarme a una pequeña vertiente de agua, me quedaba escuchando su sonido, viendo como el agua cristaliza descendía colina abajo, buscando fusionarse con el rio recio. Me gustaba levantar la vista y ver los elevados eucaliptos, los nidos de las ardillas, las enormes pepas de cacao a punto de desprenderse. Me gustaba corretear a las gallinas por el patio, ir a la cocina a ver que estaba preparando la abuela, tomarme un tinto recién hecho en el enorme fogón de leña. Por las tardes, cuando el calor pegaba en las tejas de lata, bajábamos mandarina o naranjas. A veces, al lado del galpón, había un pequeño estanque donde nadaban algunos pescados. Había otros dos estanques mucho más grandes, uno era para lavar el café después de ser descerezado y el otro funcionaba como reserva de agua para la casa, el cual se llenaba imparable por una manguera que estaba conectada con el nacimiento de agua que quedaba al borde de la carretera. El agua se desbordaba y salía por un orificio y si queríamos nos podíamos bañar allí, ya que el agua después quedaba limpia de nuevo. Habían dos caminos para llegar a la finca desde la carretera: El camino normal, que siempre todos usaban y otro que quedaba un poco más abajo y que era el que más me gustaba pues tenía algunos abismos, piedras enorme y muchísimos palos de guadua que hacían parecer el corto trayecto en un bosque sobrio y misterioso. La casa no tenía luz eléctrica, así que en el ocaso cenábamos y nos quedábamos a la luz de una vela o una linterna escuchando a mi abuelo contar historias y anécdotas del campo y mirando las estrellas, entretenidos en ver pasar las luces de algún avión e incluso buscar algún ovni. Después nos íbamos a dormir, y todo quedaba en la más completa oscuridad. Yo dormía arrullado por el sonido de los grillos y del rio bajando reciamente. En la finca de los abuelos se madrugaba muchísimo. A las cuatro de la mañana ya se estaban poniendo de pie y el olor del tinto mañanero me despertaba antes de dar las cinco de la mañana. A mí me servían el tinto en un pocillo plástico y ese olor me encantaba. Después llegaba el suculento desayuno, ya que siempre fue así, pues mi abuela tenía las manos encantadas con una sazón inigualable. Después los adultos se iban a trabajar y yo me quedaba por ahí, dando vueltas, acompañando a mi abuela o me iba a vagar sin rumbo fijo por los terrenos que tenían mis abuelos. Yo gustaba particularmente de ir a cazar cangrejos a un riachuelo que a su vez servía de lindero con la finca de al lado. Me llevaba unos panes, los cuales desboronaba y echaba a las aguas, mientras me quedaba quieto, con un pequeño machete en la mano y un balde para irlos guardando. Pero se debía tener una técnica especial: Yo los cazaba desde la parte más baja del riachuelo hacia arriba, pues si se hacía de modo contrario, las aguas agitadas por el barro o las boronas de pan alertaban a los demás cangrejos y estos no salían de sus escondites bajo las piedras. Así que era una labor de cuidado y mucha paciencia, pues los cangrejos generalmente demoraban en salir a la superficie. No era muy hábil o efectivo en mi tarea, pero era algo que me llevaba horas enteras y me gustaba hacerlo. Cuando podía pillar algún cangrejo descuidado o confiado lo cazaba y después subía de nuevo hasta la casa donde mi abuela los preparaba, dejándolos primero en una mezcla de agua, limón y sal y posteriormente eran cocinados a la brasa, quedando como un manjar exquisito, a mi padre particularmente le encantaba esta vianda. Para ir hasta la finca habían dos modos: O irnos a pie por la carretera, que era un viaje que duraba alrededor de dos horas, el cual me encantaba pues atravesábamos toda la zona viendo las demás fincas, preciosos paisajes, animales, vegetación, en fin toda una aventura para un niño como lo era yo en aquel tiempo. Si se viajaba a pie, siempre nos deteníamos a mitad de camino en una fonda que quedaba en un cruce de carreteras destapadas que conducían a diferente s lugares. El abuelo nos compraba gaseosas y galletas o alguna golosina. Después empezábamos la segunda parte del viaje en donde los abuelos saludaban a todos los conocidos de la vereda, nos deteníamos siempre a tomar algún palo o armar un rustico basto, el cual siempre era manipulado por mis abuelos y cuya función era mantener alejados a los perros que se encontraba uno al paso. Ojo, nunca maltrataban a estos animales, era solo para que no se acercaran demasiado a nosotros, pues a mí particularmente, me daba mucho miedo. Siempre salíamos antes de las seis de la mañana, y estábamos llegando a eso de las ocho, ocho y media, dependiendo de cómo estuviera mi abuela de las piernas. El otro método era más sencillo: Viajábamos en unos carros enormes llamados en Colombia chivas, que son como unos camiones con estacas y varias hileras de sillas que transportan gente y productos, en especial costales repletos de café. Recuerdo que si se iba a viajar en chiva teníamos que ir el día anterior en el abasto y pactar con el conductor la hora de salida y la hora en la cual el pasaría de vuelta para que nos apartara los puestos. El chofer de la chiva que casi siempre escogían se llamaba Pablo y era idéntico a Terminator, excepto que él tenía un impresionante bigote al estilo mexicano. El viaje en chiva se demora de veinticinco minutos a media hora, y también era entretenido púes en el camino todos los campesinos contaban anécdotas, chismes de la región u opinaban sobre las venturas y desventuras de la vida. En estos viajes aprendí lecciones de vida y humildad enormes y descubrí lo valiosos que son los campesinos de mi tierra, gente honesta, trabajadora y con fuerte sentido de pertenencia de los valores morales y el respeto por la tierra, por la naturaleza. Recuerdo que en las épocas de cosecha cafetera yo acompañaba al abuelo y a los demás trabajadores de la finca a coger café. Me terciaba un balde a la cintura y me iba a recolectar las preciosas pepas rojas de las matas, cuando llenaba mi balde, el contenido se depositaba en lonas que se colocaban a lo largo de los caminitos del monte y se volvía a empezar de nuevo, y así todo el día.


Siempre estaré agradecido con la vida haber tenido la oportunidad de vivir estas experiencias. Buenos abuelos, campo y enseñanzas. Son cosas a las que no todo el mundo tiene acceso. A veces no entendemos por qué nos ocurren ciertos sucesos en la vida, pero siempre es por una buena Razón. Yo sé, los caminos de la vida no son lo que yo pensaba, no son lo que imaginaba, no son como yo quería, pero no me puedo quejar por lo vivido. En fin, la finca de los abuelos tenía magia. 



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Cantaba al remar en su canoa a ritmo firme el pescador...