viernes, 2 de junio de 2017

RIO MAGDALENA





Hola a todos:

Retomando actividades quiero iniciar esta segunda parte del año compartiendo con ustedes, humildemente, claro esta, mi nuevo libro, titulado RIO MAGDALENA. Un intento mas de escritura. Muchas gracias.

STAROSTA.


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EL NIÑO DEL RIO



El sol pegaba fuerte en el monte. El rio magdalena se escuchaba furioso  mientras bajaba en su perpetuo recorrido. Los hombres llegaban rendidos y se arrojaban en el suelo del patio de tierra del viejo rancho. Tienen sed, tiene hambre, están exhaustos. Han sido tres días de recorrido sin detenerse, solo en breves lapsos. Tiran sus armas y sus menajes al suelo polvoriento y se quedan con ojos vidriosos mirando hacia la nada mientras se pasan su lengua reseca por los partidos labios. Parecen una comitiva venida del infierno enviada por el mismísimo demonio. Sus rostros sin afeitar. Sus manos untadas de sangre de muchos. El sol revienta la piel, como un lanzallamas que quema todo a su paso. La muchacha con trece años recién cumplidos durmiendo la siesta se despierta sobresaltada al sentir las voces y los pasos. Su mama murió hace poco, pero ya le había advertido sobre el poder que tenía para atraer a los hombres con lo que mi Dios le dio entre las piernas. Esta sola, vive como puede en el rancho paupérrimo. Solo tiene algunas gallinas, algo sembrado. Es todo. Ella presentía que ese día llegaría. El viejo Anastasio se lo había hecho saber hacia unos meses cuando asomo jeta en el pueblo buscando un médico que le fuera a visitar a la vieja. Ella vio al tipo sentado en aquella mesa, cerveza en mano. Ella sintió esa mirada escrutadora. Era como si le hubiera pasado la lengua por todo el cuerpo con solo mirarla. Ellos ya habían transitado desde hacía tiempo por el camino de su casa. Ella sabía que eran los hombres malos que matan soldados. Su mama también le había advertido de ellos. Ese era el día.

Ella no conocía el amor. No había ningún muchacho en su vida. Siempre vivió sola con su mama. No había ido a la escuela rural. No tenía más familiares. No había casas vecinas cercanas. No había nadie a la vista. No quería a nadie. El viejo Anastasio irrumpió sorpresivamente al rancho, haciéndola dar un brinco del susto. Le pregunto por el guarapo y la mando a cocinarles algo. Ella silenciosa señala el rincón donde está la olla grande de barro con el fermento que tenía para pasar la sed de ese verano. El la miro fugaz y se llevó la olla para el patio. La chica se fue corriendo a encender el fogón de leña. Por la ventanita los veía sentados tomando guarapo, silenciosos. Termino de preparar un improvisado almuerzo para aquellos hombres y al no tener en que servirles, termino pasándoles las vasijas para que comieran con la mano, como animales. No vio en realidad ninguna diferencia con el marrano que correteaba por la cochera. Todos eran iguales. El marrano tenía más dignidad que ellos. Los hombres comieron y sacaron de las maletas tres botellas de aguardiente y cigarrillos. Al no saber qué hacer, ella se entró de nuevo al cuarto y se sentó en el catre. Su madre la había enseñado a rezar. Pero ¿Para qué? No hay nada más terrible que el futuro más predecible. Y ella tenía claro el suyo. Se sentó a esperar su desdicha mirando la pared de bareque. No había lágrimas para llorar. A personas como ella, no les queda nada.

La noche cae preciosa en el monte. El aguardiente se está terminando. De repente ella empieza a llorar, de un momento a otro, sin más ni más. Llora inconsolable. Llora porque sabe lo que le viene encima. Su encanto, su prematura belleza, todo se esfumara. La puerta se abre, es el viejo Anastasio. Ella se pone de pie, inútilmente. Él la toma de la cintura y la levanta como una hoja de papel, arrojándola en el catre. Se baja el pantalón sucio y lo deja caer al suelo. Ella cierra los ojos y siente ese aliento aguardentoso en su rostro, después una lengua que se posa asquerosa en la suya. Todo es un ajetreo, sudor, lágrimas e incomprensión. El viejo ofició en sus carnes como una bestia golosa. Ella se dejó llevar por su mente a otro lugar, muy lejos, donde nadie la puede encontrar. Esos besos fueron sus primeros besos. Eso que ella no conocía fue lo que el viejo Anastasio le presento como amor. Su sangre hierve como el aguardiente en la cabeza de la bestia que tiene encima. Entonces siente que se desmaya. La luz de repente la abandono.

Reacciono ya pasada la medianoche. No se escucha nada más que el canto de los grillos. El viejo ronca ruidoso a su lado. No sabe nada de los otros hombres. No sabe si moverse o quedarse quieta para que el hombre no se despierte. Esta desnuda. No sabe dónde quedaron sus harapos. Las velas se consumieron y casi no puede ver nada. Quisiera dormir, pero es inútil. Se queda adivinando formas en la oscuridad, mientras piensa en su infancia junto a su mama. Así es todo hasta que finalmente llega el otro día.

Anastasio se levanta pesadamente, la contempla por un momento y la manda a vestirse y preparar café. Ella se pone de pie rápidamente y se encierra en la cocina. Después del desayuno, el viejo manda a sus hombres a seguir vereda arriba con órdenes para la otra cuadrilla que se encontrara con ellos. Por su parte indica se quedara allí en aquel rancho, para el dolor de la chica, por tiempo indefinido. Ella tiene el cuchillo de cortar los tomates en la mano. Sería fácil cortar sus venas y terminar con todo aquello. Pero no puede hacerlo. El temor a Dios es superior al miedo que le genera aquel viejo desgraciado. Pasa saliva y respira profundamente. Como una resignación.

El rio Magdalena sigue bajando. El verano pasó y ahora el invierno azota las matas de café, empapa las hojas de los palos de plátano, humedece la tierra hasta aflojarla y hacerla barro. El viejo Anastasio ahora vive con ella. La ha hecho su mujer, sin pedirle permiso, sin hacer preguntas. La tomo como si tuviera el derecho de hacerlo. Frecuentemente vienen sus hombres a hablar con él y seguir sus instrucciones. Por suerte para ella nadie más la puede tocar. Solo el, ni siquiera mirarla. Una vez uno de ellos, bastante joven, se quedó mirándola y el viejo al darse cuenta lo mando a fusilar en el polvoriento patio. Después de eso, ni ella quiere que la miren ni ninguno de ellos quiere saber nada de ella. En los asuntos del viejo nadie se mete. Ella descubrió para esos días que estaba embarazada. El viejo sonreía caprichoso al verle la barriga templada, como con orgullo. El orgullo de poder aun engendrar. Le decía que no sería el único, que se fuera acostumbrando, porque le venían muchos más. Internamente deseaba una dinastía. Un clan de pura maldad. Ella se la pasaba cocinando de día y aguantándole las depravaciones al viejo en la noche. Al parecer el hecho de estar embarazada no le impedía que la utilizara como un objeto, un animal domesticado, como cualquier cosa. Entonces ella empezó a preocuparse por el niño de sus entrañas. Ella soportaba estoicamente los vejámenes, pero el niño, ¿Que sería de él? No tenía la culpa de nada. Era una criatura inocente, como ella, o bueno, como lo fue ella alguna vez ya que a esas alturas no se consideraba limpia, ni pura, sino todo lo contrario. Cada día que pasaba se sentía más sucia, más extraña, como un ser sin alma. Toda su vida se la había absorbido el viejo miserable del Anastasio. Tenía que hacer algo. Algo que cambiara la historia.

La época del parto llego. El viejo mando a traer a una anciana partera que miraba con lastima a la muchacha mientras la asistía en el alumbramiento. Un niño de blanca piel lloro ruidoso en el cuarto, como si supiera a que mundo había llegado. De mala gana el viejo Anastasio cuido a la mujer y al pequeño. Pasaron dos semanas y de nuevo fue obligada a volver a su vida normal. Estaba para el trajín, para el gasto. El niño no paraba de llorar y eso desesperaba al viejo que se iba a caminar monte abajo. Ella temía que en algún arranque de locura, el mal hombre le hiciera algo a su niño. La situación era extrema, las emociones estaban a flor de piel, la locura asomo en las pupilas de la muchacha. Esa noche, se dijo, sería la última que tendría que aguantar. El desquicio de la desesperación la atrapo. La luna llena la influencio para tenerse fe en un plan que venía fraguando. Espero que el viejo se quedara dormido y se fue al otro cuarto, saco la botella de aguardiente de Anastasio y se bebió casi toda la botella en largos tragos. Su bebe dormía en la cunita. Fue hasta el patio y tomo el largo machete de picarle comida a los cerdos. Entro ligera al cuarto y del primer machetazo le corto el cuello al viejo Anastasio, que apenas tuvo tiempo de medio despertarse a ver como ella lo pasaba a la otra vida. Las paredes se manchaban de sangre y tripas, al igual que sus manos, su rostro, la cama, el piso, toda su alma. Después tomo al bebe y lo dejo entre los matorrales dormido. Que dios se apiadara de su almita. Lo dejo allí, tirado, dormido en medio del frio de la noche, Le beso sus manitas y siguió corriendo y corriendo hasta entrada la madrugada, cuando llego al borde dl rio Magdalena. No lo pensó tanto y se arrojó de cabeza. No sabía nadar. El caudal era muy fuerte.

Un llanto incesante se escuchaba la mañana siguiente entre los matorrales. Unas manos bondadosas que levantan a un niño y siguen su camino, que va muy lejos, por allá a otras veredas donde van los jornaleros, hombres y mujeres, errantes, en busca de trabajo. Un viejo muerto en una cama de un viejo rancho que se consume en llamas mientras sus antiguos secuaces están ahí parados, botella de aguardiente en mano, escupiendo a la memoria del canalla. Los días que pasan incansables. Todas nuestras vidas. Toda la historia de nuestra humanidad.

El cuerpo de ella nunca apareció. Nadie la echo de menos. Nadie la pregunto. Uno más que se desvanece con su breve historia que nadie contara. Una voz sin memoria. Solo el caudal del rio Magdalena la acuna en las madrugadas invernales. Y al fondo, a veces, un leve quejido... 



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Cantaba al remar en su canoa a ritmo firme el pescador...