No importa si todos morimos
La luz tenue del atardecer al caer la inquietante noche en los enormes muros nos recuerda que estamos vivos. Una noche que esconde muerte, una noche roja. Éramos pocos los que estábamos atrincherados junto al enorme caserón que oficiaba de palacio presidencial. Nos mirábamos unos a otros, en silencio, bajo una ensordecedora lluvia de abril. Decidimos ser kamikazes. Decidimos ir allá a morir. El silencio en ese momento oficiaba de bandera. El temor de nuestras miradas se mezclaba con los latidos llenos de seguridad. Una lágrima corrió por la mejilla de alguien. Todos habíamos conservado la esperanza de que aquel tirano Estado Mayor recapacitara, entendiera la legalidad de nuestras demandas. Pero, todo lo contrario. Pesaba sobre nuestras cabezas una orden de captura. Nuestras familias habían sido sometidas. Éramos como criaturas revolcándose de dolor bajo la lluvia. Nuestros amigos fueron llevados a las afueras de la ciudad y ahora estaban colgando, de cabeza, degollados. La crueldad era el sello de garantía de su famosa y conocida seguridad democrática. Cubrían los rostros de los rebeldes con bayetillas rojas, como si fueran animales muertos. El comandante estaba en la puerta del palacio presidencial. Conocía de mucho antes personalmente al presidente. Eran amigos antes de que este subiera al poder. Juntos habían trabajado para las mafias, habían abrazado con su devoción al abominable, como era conocido un expresidente que jamás quiso soltar el poder y era quien decidía quien, cuando y como debía gobernar al país. Un anciano con rostro venerable, que escondía los ojos de una bestia, que trataba a la vida como a un juguete más. Un juguete rabioso. Juntos hablan bebido, habían pasado días y también noches enteras sentados a la mesa de narcotraficantes, riendo, esnifando cocaína, decidiendo entre pocos, el destino de todos. También a veces, habían tenido desaguisados, enfrentamientos entre ellos, se habían peleado por culpa de las diferentes maneras en las que se podía llegar a gobernar. Sus diferencias en cómo se debía actuar en todo caso gozaban de alta camaradería, y de esas concesiones finales se había forjado la manera en la que vivan, sumidos en la pobreza, la violencia y la desesperanza todos los demás habitantes de la nación. Intentamos hacer la toma del palacio. Nos habían atrapado como una rata que cae dócil en la trampa al oler el mendrugo de queso. Nos llevaron a un sótano, nos golpearon y nos llevaron a las afueras de la ciudad. No diré que perdí mi ser, pues ese ya lo había perdido hace tiempo ya, cuando la violencia golpeo a la puerta una mañana de mi infancia y vi como fuerzas legales asesinaron a mis parientes y me dejaron solo medio muerto por los golpes, dentro de un establo. Viví porque la vida es cruel, viví para hacer la resistencia, pero al final caí, no como los valientes, sino como uno más. Un desconocido. Pero ¿De qué sirve ahora recordar? ¿Para qué? ¿En medio de la violencia de qué sirve el razonamiento? El silencio es la soledad que no habita. Todas esas cuestiones ahora se amontonaban innecesarias en mi cabeza. No hay porvenir en la pobreza, ni esperanza en el encierro cruel. Todo se había consumado.
En medio de las oscuras laderas de aquella noche en la cual nos habían llevado para morir, me reconocí a mí mismo como no lo había hecho durante mucho tiempo. Durante el camino no pronuncie ni una sola palabra, ni siquiera levante mi rostro. Solo con un compañero de causa nos miramos un instante y compartimos una sonrisa, la cual desapareció de mi rostro ni en cuanto deje de verlo. La temible noche encapsulaba los rayos de plata de la luna que se filtraba impertinente en medio de las ramas secas de los árboles de aquel lugar donde nos llevaron. La sangre de mis heridas brotaba roja y tranquila escapando libre y feliz de aquel camión que oficiaba como cárcel móvil. La colina respiraba quietud, el crepitar de las hojas secas al paso de los vehículos tenían el ritmo de los corazones que iban en esos camiones, que sabían que se iban a morir, que anhelaban libertad, aunque alto seria el precio a pagar por la misma. Solo con la vida se podría obtener, en una suerte de ironía.
Entonces los vehículos se detuvieron. Las gruesas llantas levantaron el barro en su frenar y marcaron con gruesas cicatrices aquella tierra. Nos hicieron descender a todos, en orden, y avanzar entre pasto y rocas. Adivinando los pasos en medio de la oscuridad, tropezando y cayendo, a veces, incluso, siendo arrastrados, pero al final llegamos.
Avanzamos todo el tiempo como en una coreografía gris, interrumpible. Destinados a seguir el designio inquebrantable de los acontecimientos. Los oficiales nos pusieron en círculo, de rodillas. Nos insultaron, nos golpearon, pero de nosotros no obtuvieron ni una sola palabra. De repente, una inesperada rebeldía se apodero de mi alma. Un arrebato ilógico que convirtió mi cuerpo en un cascaron vacío. Debilitado, me puse de pie y permanecí así ante aquellos hombres. ¿Qué le pasa a este loco? Escuche que decían aquellos oficiales. Mi arrebato de dignidad y valentía no significaba absolutamente nada. Yo no era más que una insignificante mancha de carne de pie entre el circulo de hombres postrados de rodillas. ¡Qué aires de superioridad tan ridículos tenía yo! ¿Ante quien quería yo demostrar dignidad en esta escena? Mis compañeros estaban con la frente sobre la tierra y los verdugos no eran más que fichas, formas que hacían parte de un sistema. Hubo una suerte de mutis rara en ese momento. Nadie se movió. Nada tuvo sentido. Casi todo cobro un tono paranormal por algunos instantes. Yo empecé a sentirme n medio de un mal sueño. ¿Desde hace cuánto estaba yo en aquel sitio? ¿Que estaba ocurriendo? Pero entonces recordé todo. Yo no tenía salvación. Nada iba a salvarme. Mi destino estaba decidido y mi suerte, echada. Era mi instinto de conservación, mi anhelo de vivir, que se hacía presente y se negaba a darse por vencido. En mi inconsciencia, conservaba un oculto deseo de salir con vida de allí, de alguna manera. Quise levantar mi voz, por última vez, y decir algo, gritar con toda la fuerza de mis pulmones, pero en mi temor, pronuncie solo silabas incoherentes, un enredo de palabras carentes de todo sentido. Los oficiales entonces alistaron sus armas y me tiraron al suelo, junto a mis demás compañeros. Se dio la orden de disparar, y yo en un último arrebato de resistencia decidí levantar la cabeza. La desesperación en mis ojos había dado paso a una mirada más nítida, más fuerte, llena de esperanza. El comandante antes de dar la orden se quedó observándome. Algo en mi entereza, en mi desesperación, en mi rabia o en mi nobleza, termino por hipnotizarlo, mientras sus hombres esperaban la orden de disparar, pero el comandante ya no podría moverse más, ni hablar, ni dormir bien de noche. Descubrió que nosotros éramos lo que él no se esperaba y ya no podía dejar de vernos, y ese fue su error, un error tan grande como sus crímenes.
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Somos sombras en tiempos perdidos...
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