viernes, 9 de abril de 2010

IMELDA (3)



Imelda entro corriendo con rabia al baño y cerro la puerta con candado. Llevaba en una mano unas pastillas y se sentó en el retrete maldiciendo su suerte y repudiando los besos mentirosos de aquel chico loco del cual se enamoro y solo tenia quince años.

- Los hombres son una mierda. – Juro al silencio y destapando el frasco veinte pastillas apuro.

Se quedo tirada en el piso de aquel lugar tan frio viendo el reflejo de una tarde de primavera colarse entrometido hasta la regadera. Sus padres la llamaban desde la sala, pero Imelda ya no estaba. Sus ojos ahora se enredaron con las lágrimas del alma que se le escurrían por su rostro hermoso que habia conocido el engaño por primera vez. Ella pensó que los besos de su enamorado eran la luz en la tormenta, pero todo fue su invención, porque nada de eso ocurrió. El chico estaba con otra chica y ella pudo ver la traición en su propia casa un fin de año, en medio de la fiesta, al abrir sin querer la puerta del estudio de su padre que revelo unas piernas levantadas al cielo y su hombre ejerciendo el oficio de penetrar sin saber por que.

Las pastillas surtieron su fatal efecto y la mirada se hizo borrosa, ella quiso ver otra cosa y en medio de su sueño, pensó que por fin iba a abandonar el mundo. Se quedo profunda, en lo más profundo, hasta que por fin pudieron abrir la puerta del baño y llevarse a Imelda a un hospital, un rápido baño estomacal y la promesa a su madre de nunca volver a hacerlo.

Esa fue su primera experiencia, su primera desilusión y su primer despertar. De esta actividad quedo una inseguridad siempre presente, un deseo de autodestrucción y la malsana manía de enamorarse de hombres erróneos.

Tenía un cuerpo de diosa. Dientes blancos y afilados, como el marfil que le dijo “Jaque” al rey con un alfil, porque si, ella no cambia nada. Su cabello color marrón encendido, casi naranja, que atrapaba almas, y las guardaba para si, porque era irresistible. De buen porte, senos redondos y grandiosos, piernas firmes para la lucha cuerpo a cuerpo con los hombres, que le enseñaron a perder, porque tenia mala suerte en el amor, en el juego y en el olvido. Nunca pudo con esas tres cosas. Era como un espíritu con las ventanas rotas, por donde el viento frio se fue quedando poco a poco.

Cuando tenia diecisiete conoció el teatro y supo que esa seria la jugada en la partida de su vida. Sus padres le pelearon hasta el nomás para que estudiara otra cosa, que mire mija que eso no da comida, pero ella siempre fue tan testaruda, que se hizo la ruda y se fue de la casa paterna a probar suerte en la sensibilidad de la vida, perdió sus alas, cayo del cielo y como mujer libre, sonrió y fue feliz. Vivía en un cuarto de paredes blancas, en el centro de esta ciudad. Escuchaba blues hasta la madrugada, fumaba marihuana de la buena, tenia su frazada mas amada, hecha por los indios del páramo, que le enseñaron a tomar yagé, a perderse entre los ritmos y a vomitar todo lo malo que le habia pasado en su historia. De esta mezcla casi milagrosa, ella se convirtió en una mujer que pensaba, ella era una Ilusión. Ella era Imelda.

Participo por primera vez en una pequeña obra de barrio llamada: “Charlotte, la otra” Y ella como protagonista principal, se desnudo en vivo y en directo por primera vez en las tablas. Ni más decir que fue un gran éxito, pues todos los chicos iban a darle a sus ojos de comer, y ver si le podían robar las tangas. Finalmente la concienzuda junta comunal le dio fin al especta-culo espectacular de Imelda y los chicos salieron felices, pues tenían una imagen con que masturbarse en secreto, los muy aprendices…

Ella conoció entonces el poder monumental de su cuerpo y decidió convertirlo en un señuelo para atrapar. No le importaba nada de la moral, no temía los reproches de su mente, no se decía a si misma lo que ya sabia, y decidió vivir libre, mientras podía…


CONTINUARA...

lunes, 5 de abril de 2010

IMELDA (2)



Voy de un lado a otro sin rumbo fijo. Soy un pasajero errante del destierro. Recuerdo cuando cultive astromelias y no me gusto. Al lado de las rosas se veían vulgares para algún entierro. Me quede tieso acá, en medio de la estación del tren esperando encontrar el vagón sagrado que me lleve a ningún lado. Revise bien el techo y en medio de un porro tamaño titanic, flote encantado por el eclipse del mediodía, y no era nada, era que habia cerrado los ojos. Me senté silencioso en el ultimo vagón y esparcí las cartas que le escribí a Imelda y que nunca recibirá, porque no se donde esta. Me quede dormido porque es bueno dormir, para olvidar. La azafata del tren fantasma vino y me dio de comer, pero no pudiendo devorarlo todo, le devolví sus bragas. En el coche restaurante me senté a ver a esa rubia de ojos claros que se quedo mirándome en la taquilla y yo le ofrecí una copa, y en algún remolino del camino me mostró tambien su magia, gimiendo golosa mientras yo me entraba en su senda húmeda. Tome unas pastillas de no se que mierda y desperté tres días después, completamente cansado. El tren ya habia llegado y yo me baje de noche en cualquier ciudad. Quise comer chorizos y los acompañe con un buen vino barato. Un cartel de circo me recordó que yo tambien estoy en uno. En el de mi vida, donde antes fui trapecista y ahora encaro la fiera, porque soy domador. Es el día de san Valentín y yo compre unos chocolates para Imelda, los cuales se derritieron bajo el brazo, mientras yo cantaba nuestra canción parado en la bahía. No me importa nada. Yo renuncie y me quede solo. Si usted no lo ha vivido, le recomiendo que se trague una daga filosa que destroce sus entrañas, entonces tal vez, me de la razón.

CONTINUARA ...