Hola a todos:
El gato, la casa vacía y la vida
Hay canciones que no se dejan escuchar, libros que no se dejan leer, personas que no se dejan conocer, amar, incluso odiar. También existen pensamientos que no se dejan expresar. Hay amores que mueren de noche en nuestra mente, mientras nos imaginamos parados enfrente de ese ser con el que fantaseamos estar, diciéndoles adiós, clavando profundo nuestra mirada en sus ojos. La manía de soñar y fantasear con nuestro pasado y cambiar las situaciones, las decisiones, las formas en las que actuamos y fuimos, una y otra vez. El peso de nuestros pensamientos puede ser tan aplastante que en algunas personas el volumen de estos no podría ser medido por ninguna bascula industrial. La parte oculta, nuestro ser interno, pocas veces es expuesto al exterior.
Hace poco, en un atardecer de mitad de año, estaba sentado junto al enorme ventanal de mi oficina en el norte de Bogotá. Después de varios meses de una enfermedad que afectó gravemente mi garganta, me sentía lleno de vitalidad y con el retorno de la posibilidad de salir a las calles y a los bares, después de la tremenda cuarentena impuesta por culpa del virus Eidolon, sentía esas enormes ganas de deambular, salir a tomar unas cervezas, aunque ya no podría volver a fumar, pues los médicos fueron muy claros de los riesgos a los que me expongo si vuelvo a agarrar el vicio. Mi garganta no soportaría otra situación como la que viví, de nuevo. Durante todo el tiempo que duro el encierro lo que más extrañe de salir a tomar fue fumar. Y ahora lo tengo prohibido. Pero, en fin, el solo hecho de respirar era un disfrute, una razón de gratitud con la vida, así que, no estaba tan mal. Incluso hasta el hecho de empezar a recordar generaba ahora en mi un extraño y culposo placer, siendo yo siempre un declarado ser anti nostálgico. Pero ahora sentía un interés renovado, inquisitivo, hacia todo lo que construyo mi pasado. Sin un cigarro en la boca y un problema de circulación en mis piernas, me las arregle para pasar gran parte de la tarde, recorriendo por aquella zona de la capital algunos lugares que frecuente mucho en mi juventud, sobre todo la ruta hacia la antigua casa de un compañero del colegio que vivió por allí hace unos veinte años más o menos. Escuchando post punk en los audífonos, me dispuse a hacer de nuevo ese recorrido hacia aquella morada, recorrido que hice muchísimas veces en mis frecuentes visitas a aquel amigo con el que compartíamos música, literatura, charlas y otras amistades en común. El sector era muy tranquilo, de casas grandes, algunas bastante ostentosas en verdad. A medida que transitaba, la memoria del lugar se adhirió a la memoria de mi cuerpo y el silencio y la tranquilidad del sitio me llevaron de vuelta a mi yo del pasado, despreocupado y ladino. Las casas se veían silenciosas, solo uno que otro anciano era pescado por mi vista ágil cuando lo descubría mirando hacia la calle a través de los cristales velados por la niebla de la tarde invernal.
Dichas calles llevaban a una de las principales avenidas de la ciudad, y durante todo el día se podía ver bastante actividad de gente y automóviles por doquier. Al acercarse la noche, la afluencia aumentó y cuando se encendieron los faroles se pudo ver una animada y continúa cantidad de personas pasando afanados ante mí. Decidí derivar hacia un bar que estaba en el lugar y que yo no conocía, pues en los años en los que hice parte del ecosistema de aquel sitio, no existía. Empecé a beber cerveza con la calma del que no tiene afán de ir a ningún lugar. Cuando reaccione ya era muy entrada la oscuridad, empezando a bordear la medianoche, en realidad. Quede un poco perplejo pues hacia demasiados años que no estaba yo a esa hora en aquellas calles, aunque la gente seguía viéndose pasar y los locales estaban movidos y muy animados ciertamente, y el hecho de poder volver a ver tanta gente, como antes del encierro de la cuarentena, me llenó de una emoción deliciosamente nueva. Decidí relajarme y me deje llevar por el alcohol y la contemplación de la escena exterior. No estaba interesado en prestar atención a nada o a nadie en particular. Miraba hacia la calle y a los grupos de gente que departían ruidosos, con sus cervezas en lata en la mano, hablando de sus asuntos o de tonterías sin importancia, yo pensaba en ellos desde el punto de vista de su relación grupal, y recordaba cuando yo hacía lo mimos con mis amigos, en el pasado. Después pasé a los análisis más específicos, escudriñando casi con morbo sus personalidades, aspectos físicos, maneras de vestir, actitudes y formas de hablar. Mucho eran personas tranquilas, con vidas comunes y corrientes, nada espectacular o particular que distinguiera sobre el resto. Algunas personas pasaban al lado, notablemente cansadas, pues seguramente volvían a sus casas después de un día demasiado largo. Fruncían el ceño y se alejaban de los grupos y el bullicio, no parecían molestos, solo apurados en llegar a su casa. Otros, en cambio llegaban para unirse al ambiente festivo, hablando y bebiendo en un deseo casi inconsciente de estar en el mismo ritmo y humor que los demás. A medida que avanzaban en las rondas de bebidas se redoblaban sus gesticulaciones, mientras lo meseros de los bares y las tiendas los atendían con paciencia, aunque con una sonrisa forzada y una mirada ausente, sola buscando atenderlos pronto y esperar que el reloj avanzara en su jornada nocturna. Algunos clientes ya estaban empezando a ponerse evidentemente ebrios y caminaban hacia el baño y se chocaban tambaleantes con alguno, deshaciéndose en disculpas hacia los afectados, mareados y llenos de confusión. Aparte de esto, no se percibía nada distintivo entre aquella cantidad de gente. La manera de vestir de todos, era en general decente. Eran sin duda personas del común, comerciantes, empleados y estudiantes. La gente ordinaria de la sociedad; Personas que trataban de distribuir su tiempo de la mejor manera, gente ocupada, interesada en ser responsable. Nadie llamo en realidad mi atención.
A medida que la noche avanzaba, también empezó a ser más intenso mi interés por aquel lugar; no sólo el aspecto general de las calles y las casas, que habían cambiado un poco, como era natural en veinte años, sino que los resplandores de las luces de la ciudad, débiles al comienzo, ganaban brillo a medida que la oscuridad se hacía más intensa y ofrecían un panorama general agitado y deslumbrante. Todo era oscuro y, sin embargo, exquisito. Esos raros efectos de la luz a esa hora de la noche y las cervezas que me tome, me obligaron a escudriñar más a detalle cada uno de los rostros de la gente, aunque la realidad empezó a girar ante mí, en un claro mareo de ebriedad, que me impedía fijar más de una mirada a cada persona, aunque a veces solo baste una mirada para leer la historia de alguien en sus ojos o en su osamenta.
Decidí salir de aquel lugar pues ya era pasada la medianoche y no estaba bien que yo estuviese por allí, pues tenía que caminar un buen trecho hasta llegar a la otra calle principal, en donde yo tomaría el transporte a la casa, sin contar con que en realidad no sabía si a esa hora aún estaba operando el servicio. En medio de mi evidente borrachera, equivoque el camino y empecé a transitar entre cuadras, cuando de repente y sin darme cuenta, llegue a la que era la antigua casa de mi compañero de colegio. La casa estaba abandonada, pero reconocí cada ventana, la puerta, la reja, todo. Al frente aún existía una suerte de capilla mormona. De inmediato los recuerdos se agolparon en mi cabeza, incontenibles. Esa casa tenía mucha música, mucha tertulia. Quería fumar. Necesitaba encender un cigarrillo, pero por allí ya no había locales abiertos, y menos mal pues yo sabía, por más ebrio que estuviese, que no debía hacerlo. Me quedé unos instantes más parado allí, reconociendo esa parte de la ciudad que hizo parte de mí, cuando de pronto vi que de una de las rendijas de aquella casa vacía salía la silueta oscura de un gato. El animal salió, se detuvo, observándome con sus enormes ojos que alumbraban en la oscuridad. Su presencia tomo toda mi atención, a causa de la tremenda singularidad de su expresión. Jamás había yo sentido nada tan particular a la sensación que me produjo esa expresión. Hasta la borrachera desapareció de mí de ipso facto. Mi primera idea fue tratar de analizar esa sensación que yo había experimentado, una sensación de miedo, de soledad, de angustia, pero también de curiosidad. «¡Qué Hace un gato negro en una noche tan oscura justo en esa casa vacía!», me dije. Nació entonces en mí un infrenable deseo de observar que más hacia este gato, de quedarme allí parado si era preciso. Pero entonces el gato atravesó la reja y empezó a deambular por el andén, aunque algún movimiento mío debió asustarlo pues volteo a verme y arranco raudo y veloz por la calle, conmigo detrás, corriendo, hasta que lo perdí de vista. Después de avanzar algunas casas y un parque terminé por encontrarlo. Lo seguí de cerca, muy quedamente, silencioso, a fin de no llamar su atención. Tenía ahora una buena oportunidad para observarlo y analizarlo con calma. Era completamente negro, desnutrido y se le notaba como muy débil. Parecía como si el pobre animalito hubiese vivido toda la vida en las calles; pero, cuando la luz de un farol lo alumbro de lleno, pude advertir que su raza era siamesa, muy fina realmente. Este descubrimiento llamo aún más mi atención por el felino y decidí seguirlo sin importar donde fuese.
Corría ya la una de la madrugada, la llovizna empezó a cubrir mi paso y el horizonte. La niebla que recorría aquellas calles alargadas termino por convertirse en lluvia. El cambio de tiempo produjo un extraño efecto en el animal, que volvió a agitarse y se fue corriendo para ocultarse bajo un árbol de aquel parque desolado. Las gotas comenzaron a caer al suelo cada vez más fuertes e intensas. Por mi parte la lluvia no me interesaba mucho; Me puse mi tapabocas, elemento de uso obligatorio desde que se descubrió el virus, y seguí acercándome al gato. Este se quedó agazapado mirándome y luego observando la tormenta. Yo me acerque lo suficiente para poder contemplarlo, pero sin asustarlo, pues no quería que el animal saliera a mojarse sin necesidad. Durante casi una hora el gato estuvo allí, bajo aquel árbol, tratando dificultosamente de no mojarse, y yo seguía allí, a unos metros, empapado pero decidido a no dejar que se alejara y se me perdiera de vista. Después de un rato el gato se olvidó de mi existencia y ya no me volteo a ver más. Cuando la lluvia ceso un poco, el gato se dispuso de nuevo a avanzar, caminando lentamente por los andenes encharcados, se detenga a veces a oler alguna puerta o a observar a través de alguna reja de jardín, auscultando con sus ojos brillantes la oscuridad o parando sus orejas si percibía algo. Lugo avanzaba de nuevo. Así avanzamos a la par, cruzando calles y avenidas las cuales ya no estaban para nada concurridas, pues la lluvia envió a todo el mundo a la casa, parecía como si en toda la ciudad los dos únicos seres que andaban en la calle eran ese gato y yo. Llegamos finalmente a un cruce de carriles y de inmediato me di cuenta que el felino cambio su actitud. Caminaba más rápido, de manera más decidida que antes, y me llamo la atención que no giraba hacia ningún lado, cruzó calles y avenidas muy rápidamente y sin un propósito aparente; solo avanzaba más y más rápido, tanto que me sentí casi como trotando detrás de él. Entonces de imprevisto volteo en medio de las sombras por una calle larga y llegamos hasta una rotonda donde empezamos a dar la vuelta. A todas estas, estábamos andando por la mitad de la calle, aunque no importaba, pues no se veía ni se escuchaba por allí vehículo alguno. Después de girar, el gato tomo otra calle recta y continuamos así casi una hora más, por calles con altos árboles y eucaliptos ya sin hojas, cuando me di cuenta, estábamos de nuevo cerca al parque donde estuvimos antes. Un nuevo cambio de dirección nos llevó a un condominio de casas hermosamente iluminadas, elegantes, prístinas, rebosantes de vida. El gato tomo entonces su forma más primitiva. Se dejó caer de bruces, empezó a girar y a estirarse de una manera rara y hasta graciosa. Fue entonces cuando me volteo a ver de nuevo e hizo como un gesto de rabia, extrañamente con el entrecejo fruncido, mirándome y mirando a la calle por turnos. Comenzó una vez más a avanzar, pero ahora lo hacía entre los jardines de las casas, lo que complico mi misión de seguirle, pues tenía incluso a veces que meterme dentro de los jardines de esas casas para poder ver por donde salía o hacia donde seguía. El gato se abría camino con fuerza y determinación entre las hojas. Llamo mucho mi atención que después de darle casi toda la vuelta al condominio, regreso de nuevo al lugar por donde habíamos entrado. Y mucho más el hecho que después de volver a arrojarse al suelo y rodar, hacer el mismo periplo de nuevo. Así lo hizo un total de tres veces, en las cuales solo en una ocasión volteo a ver si yo aún le seguía y después de asegurarse que yo aún iba detrás de él, continuo imperturbable en su ciclo.
Otra hora transcurrió de esta forma, Después de la última vuelta al condominio, salió por un callejo angosto y desierto que daba a la parte de atrás de otro parque, más siniestro que cualquier parque que yo allá visto a esas horas de la madrugada. El viento frio parecía tragarme como la boca de un dragón sin ojos. Solo sentía que me devoraba desordenadamente. El gato estuvo allí, oliendo las raíces de los árboles, las bancas vacías y buscando comida en las canecas de la basura. Durante la hora y media aproximadamente que pasamos en ese lugar aproveche para sentarme en una de las bancas y descansar. El gato iba y venía, pero desde donde yo estaba podía tener una visión panorámica muy completa el lugar y el gato no se me perdió nunca de vista. Mientras lo observaba me sentía lleno de asombro por mi conducta, pero a pesar de esto yo seguía resuelto a no perderle movimiento alguno hasta satisfacer mi curiosidad. Aunque en realidad ya ni sabía curiosidad de que exactamente. Mi reloj dio las cuatro de la madrugada y empecé a ver de nuevo vida en aquel lugar. Luces que se enciende en alguna casa, algún ruido de un auto que avanza en la distancia, una puerta que suena al descorrerse los cerrojos. La ciudad en poco comenzaría de nuevo su infatigable y ruidosa rutina. El gato dejo de deambular y de nuevo empezó a caminar. Su periplo me llevo por calles que yo no conocía, la verdad a esas alturas me encontraba totalmente perdido, aunque en ningún momento tuve miedo por esto o por mi integridad, pues es bien sabido que la ciudad a esa hora no es recomendable para una persona solitaria en la calle, pero la compañía de aquel gato me daba esa sensación de seguridad que uno tiene cuando está afuera, pero con alguien, con otra persona. A la débil luz de uno de los escasos faroles, se veían altos, antiguos y venidos a menos, caserones de madera, con sus techos peligrosamente ladeados, de manera rara, como un cuadro expresionista e la primera etapa. Las losas del pavimento estaban algunas fuera de su lugar, arrancadas por el peso de los enormes autos que por allí transitan. La basura se acumulaba e las enormes canecas que había colocado el distrito para que la gente ya no tuviera que esperar el paso del camión recolector. Toda la escena estaba impregnada por una extraña sensación de desolación. Sin embargo, a medida que avanzábamos los sonidos de la vida humana crecían gradualmente y al final nos encontramos de nuevo en la zona comercial, donde se podían observar algunos borrachines tambaleándose de un lado para el otro. El gato pareció reanimarse nuevamente, como una vela cuando su cabo está a punto de extinguirse. Otra vez echó a andar con largas zancadas. Al llegar a una esquina, giro de manera diametralmente opuesta, y paso junto a mí, sin importarle ya mi presencia. Pude sentir su contextura al frotarse por un leve instante con mi pierna. En eso una luz brillante nos golpeó y me di cuenta que estábamos frente a la enorme entrada de una bodega que al parecer empezaba ay sus actividades diarias. Faltaba ya poco para el amanecer, pero un grupo de obreros entraban y salían por la enorme puerta. Maullando indiferente el gato se abrió paso hasta el interior, sin llamar la atención de nadie, solo de mí, que me quede parado si poder avanzar más en mi tonto plan de seguirle. Sentí una rara frustración de no poder continuar con el gato y ya estaba alejándome de allí cuando un súbito movimiento de un camión avanzando hacia aquella bodega hizo que el gato saliera de allí corriendo dando grandes brincos e internándose de nuevo entre las calles del barrio, mientras yo, con una energía casi demoniaca volví sobre sus pasos. El animal corrió rápidamente y por un largo trecho mientras yo lo seguía, en el colmo de mi locura, decidido a no abandonar algo que me interesaba demasiado y sin ninguna razón sensata. Salió el sol mientras el gato y yo continuábamos andando y fue entonces cuando me di cuenta que estaba ensimismado en el animal y ni siquiera levantaba la cabeza, lo cual hice, y cuál fue mi asombro cuando me vi de nuevo frente a la casa abandonada de mi amigo. El gato observo la puerta, me volteo a ver, maulló largamente y después continúo caminando como cuando empezó la aventura a la medianoche, y yo lo seguí terco en mi propósito. Y así estuvimos andando de un lado para el otro, y durante todo el día no me aleje de aquel maldito animal, y no dejamos de transitar por las calles, esta vez, repletas de transeúntes, de tráfico, de obstáculos de toda naturaleza. Y cuando llego de nuevo la enorme oscuridad de la segunda noche, caí en cuenta que me sentía absolutamente cansado, destruido, con hambre y con sed. Me detuve y me senté en un andén y la sorpresa fue mayúscula porque de nuevo estaba frente a la casa abandonada, la misma que había parido de sus entrañas al maldito gato, que se detuvo cuando yo lo hice, y nos quedamos allí como dos seres sin alma, mirándonos fijamente a la cara. Luego el gato volteo a mirar a otra parte, y sin importarle en lo más mínimo mi bienestar o mi suerte reanudó su interminable paseo, mientras que yo, sin un átomo de fuerza o ganas de perseguirlo, me quedaba sentado en aquel andén, como una esfinge, observándolo alejarse de mí.
El animal se negaba a detenerse, era como el simbolismo de la vida, que continuaba su marcha, impertérrita, indetenible. No tenía sentido continuar siguiéndolo, pues nada más viviría la vida de él, y me condicionaría a sus decisiones y acciones. Cada quien tiene que vivir su vida y la mía no era la vida de un gato, por más que la porfía me obligara a seguir a uno. Por un momento me sentí como un hombre aturdido por una increíble revelación.
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Somos sombras en tiempos perdidos...
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