Manzanas Podridas
Llegamos juntos al cementerio. Eran las diez de la noche. Ana estaba constantemente intranquila, era una persona racional, tradicionalista, de buena familia. No le gustaba nada que se saliera de la norma. A mí me daba igual, podría incluso vivir allí si se me daba la gana, siempre fui un vagabundo, un perro de la calle.
El pueblo tenía su cementerio casi en las afueras, antes fue así, pero el crecimiento y la migración hicieron que ya no fuera el último extremo del pueblo, pero si conservaba su viento frio y esa sensación extraña de que a veces sientes que alguien te observa. Siempre tuvo una energía rara el cementerio, pero nunca tuvo una sensación de paz. Jamás.
Ana se acomodó como pudo, envolviéndose con su enorme abrigo y recostándose junto al enorme muro blanco que por el otro costado tenia las bóvedas de los difuntos de una acaudalada familia que compro toda la sección para depositar allí los restos de los que llevaran su apellido, exclusivamente. No miraba hacia ninguna parte, solo tiro hacia atrás su cabeza y entrecerró los ojos. Nunca la vi tan eterna, y a la vez, tan real.
Estábamos en pleno noviembre. El invierno hizo del cementerio un compendio de barro, frio, olor a flores descompuestas y soledad. Mucha soledad. Las aguas se convirtieron en el obstáculo final que tendrían que hacer los difuntos en su último viaje. Ana encendió un cigarrillo para exorcizar las sombras. Yo me quedé observándola y le dije:
—Dicen que en este cementerio asustan
Ana me miró fijamente y me contesto:
—Como en todos.
— ¿Sera que en todos los cementerios asustan?
Ana aspiro profundamente el humo de su cigarrillo y antes de arrojarlo acoto:
—Solo en los que hay gente para asustar...
— ¿Sera que se nos aparece la muchacha muerta? — Pregunte
Ana intento ocultar su incomodidad de estar allí y haciendo una mueca despectiva contesto:
— ¿Nunca te han asustado?
— ¿Un muerto? No
—A mí una vez —respondió Ana con voz lúgubre—. Solo te digo que será mejor que te asegures de que la tapa de su ataúd está bien cerrada.
Nos quedamos en silencio un momento, mirando hacia la nada, con nuestras rígidas expresiones en nuestros rostros. Por un momento se me cruzo la idea de ir a cerciorarme, pero la abandone de inmediato.
—Todos en el pueblo apuestan que esta noche la muchacha se levantara y nos buscara a todos. ¿Eso no te parece raro?
— ¿Como un muerto viviente?
Ana me miro con ojos excitados. Encendió otro cigarrillo y se limitó a contestarme:
—Exactamente.
Decidí ir a dar una vuelta. No tenía miedo, o no tenía miedo como se conoce normalmente. Era una sensación de intranquilidad, no me sentía cómodo, pero no tanto como para salir corriendo de allí. Mientras tanto, Ana saco su libreta, su lápiz y comenzó a escribir sobre zombis, fantasmas y muertos. Necesitaba adentrarse en los lugares sobre los cuales escribía. Los arboles del cementerio en medio de la oscuridad parecían de plástico. La lluvia iba y volvía intermitente, fue entonces que percibí que todo estaba en silencio. El silencio más contundente que allá yo escuchado en toda mi vida.
Lo que ocurrió con aquella muchacha fue un asunto terrible, nos enteramos de lo ocurrido en la puerta de la funeraria, el día del velorio, pero por la mañana, antes que llegara la gente. Decían que esa muerte traería mala suerte a todo el pueblo, que esas cosas nunca habían ocurrido, que todo era culpa de la madre, en fin. Después del entierro todos en el lugar se encerraron en sus casas, se cercioraron que las ventanas y las puertas estaban totalmente trancadas, y se encerraron en sus habitaciones a rezar. Así, por ocho noches seguidas. Hoy es la novena y última noche. Escuchamos historias raras en el desayuno, como que hoy la muchacha volvería por venganza, que nadie se salvaría, que todos moriríamos esta noche. Nadie salió hoy después del mediodía, nadie, excepto Ana y yo.
Yo no sé de dónde venía Ana. Llego una tarde al pueblo, yo la vi bajarse del transporte, con su hermosa maleta y sus lentes de sol, gruesos, de carey. Parecía una escena de una película muda de principios del siglo veinte. Recuerdo la forma en que iba maquillada esa vez, era la misma de esta noche Eso hizo que me estremeciera un poco. Parecía una señal de despedida. Sus ojos estaban perfectamente bordeados de negro y sus labios pintados de color carmesí. Su blanca palidez resaltaba aún más en medio de la noche.
—Ana, quizás no deberíamos hacer esto — Le dije como por hacer conversación
— Yo estoy de acuerdo. Pero aquí estamos
—Sí, pero estar custodiando una tumba no es un buen plan para un viernes por la noche... No era lo que tenía en mente precisamente.
— Dame una hora más, creo que ya atrapé algo — Contesto mientras seguía escribiendo frenéticamente en su libreta
— ¿Y si la chica realmente revive?
— ¡Eres demasiado tonto si en realidad crees eso! Se supone que la que no quería venir era yo.... — Me contesto sin dejar de escribir
Yo emboce una sonrisa falsa, como casi todo lo mío
— ¡Por aquí debe ser! —dijo una voz entonces de repente.
Ana y yo nos volteamos entonces a ver, confundidos. Nos escondimos rápidamente detrás de unas bóvedas abandonadas y vimos a un grupo de hombres, armados, con antorchas, que se acercaban rápidamente a la tumba de la muchacha, alcanzamos a movernos sin ser vistos por cuestión de segundos. Llevaban botellas de licor, eran algunos granujas que habían ido hasta allí con la intención malsana de jugarle una broma a todos en el pueblo. Uno de ellos llevaba una pala y comenzó a cavar rápidamente, en un evidente intento de desenterrar a la chica.
— ¡Rápido! ¡Con energía! No quiero estar acá mucho tiempo — Dijo uno de ellos
— Cuando mañana se den cuenta que el cadáver no está, se van a volver locos — Dijo otro de voz muy delgada
Ana y yo seguíamos ocultos. El grupo se repartía la tarea de ir cavando mientras otros iban hasta la puerta y volvían percatándose que nadie viniera. Después de unos minutos uno de los que estaban cavando toco el féretro con la punta de su pala.
—Ayúdenme —dijo entonces el vil hombre.
Sacaron el féretro del fondo de la tierra y lo dejaron a un lado. Se rotaron las botellas de licor, de las cuales todos bebieron ávidamente. Ana me volteo a ver, no dijo nada, pero en su expresión supe lo que iba a ocurrir. Con un movimiento de mi cabeza le dije que no, pero era tarde, ella, salto de donde estábamos y fue a detener aquel horrible acto. Los hombres la voltearon a ver, pero no parecían para nada sorprendidos de verla allí. La tomaron e las manos y las piernas y la levantaron rápidamente. Yo entré en acción pero sentí que alguien me sujeto. No eran los gandules que habían entrado al cementerio, ni era tampoco ninguna suerte de fantasma o zombi. Pero estaba tan oscuro que lo único que vi brillar en medio de aquellas tinieblas eran dos pupilas, traté de zafarme como pude, pero sentí más manos que me aferraban y cada vez mis ojos adivinaban más y más pupilas al fondo, por los corredores, como una multitud.
—Ya empieza —susurró entonces una voz— Quédate quieto y no digas nada. Solo observa.
Yo ni sabía qué hacer. Sentí una mano fría que me apretaba la boca para que no pudiera gritar. Otra me hizo voltear hacia donde estaba Ana. Los malandrines la tenían sujeta, pero fue entonces cuando el líder de ellos volteo a ver hacia donde yo estaba y movió la cabeza y alguien o algo resonó un silbido. Era como una señal. Yo comprendí entonces que no era algo fortuito. Todo estaba preparado. Ana fue atada, el féretro fue abierto, pero no había cadáver de la muchacha. Ana fue puesta en el fondo del mismo. Y allí fue cuando sentí el horror al ver como uno saco un puñal y lo clavo en ella, luego se lo paso a otro, que hizo lo mismo, y así sucesivamente, luego vi de entre las sombras en donde yo estaba, que más y más personas hacían lo mismo. ¡Eran todos los habitantes del pueblo! Yo pensaba: ... ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡No! Intente soltarme con todas mis fuerzas, pero todo era en vano. Tuve que soportar el ver a Ana ser apuñalada cientos, miles de veces, no sé cuánto tiempo duro todo aquello. Lo único que sé es que el pueblo entero estaba allí para hacer su sacrificio. Al terminar, enterraron a Ana en aquel ataúd y se fueron, dejándome allí, tirado y atado a mi suerte, en medio de la oscuridad. Luego, todo quedó inmóvil. La sangre derramada por el suelo se confundía con la lluvia tenaz que caía deformando la tierra movida de donde habían enterrado a Ana. Yo comencé a gritar desesperadamente. Luego me desmayé.
Cuando los enfermeros me trajeron a este asilo, todos estuvieron de acuerdo en que yo había sido declarado culpable acertadamente. Yo estuve gritando por nueve noches seguidas que habían sido las pupilas encendidas en la oscuridad las que habían acuchillado a Ana, aquella a la que todos llamaban: La muchacha.
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Somos sombras en tiempos perdidos...
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