Hola a todos:
Retomando actividades quiero iniciar esta segunda parte del año compartiendo con ustedes, humildemente, claro esta, mi nuevo libro, titulado RIO MAGDALENA. Un intento mas de escritura. Muchas gracias.
STAROSTA.
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EL
NIÑO DEL RIO
El sol pegaba fuerte en el monte.
El rio magdalena se escuchaba furioso
mientras bajaba en su perpetuo recorrido. Los hombres llegaban rendidos
y se arrojaban en el suelo del patio de tierra del viejo rancho. Tienen sed,
tiene hambre, están exhaustos. Han sido tres días de recorrido sin detenerse,
solo en breves lapsos. Tiran sus armas y sus menajes al suelo polvoriento y se
quedan con ojos vidriosos mirando hacia la nada mientras se pasan su lengua
reseca por los partidos labios. Parecen una comitiva venida del infierno
enviada por el mismísimo demonio. Sus rostros sin afeitar. Sus manos untadas de
sangre de muchos. El sol revienta la piel, como un lanzallamas que quema todo a
su paso. La muchacha con trece años recién cumplidos durmiendo la siesta se
despierta sobresaltada al sentir las voces y los pasos. Su mama murió hace
poco, pero ya le había advertido sobre el poder que tenía para atraer a los
hombres con lo que mi Dios le dio entre las piernas. Esta sola, vive como puede
en el rancho paupérrimo. Solo tiene algunas gallinas, algo sembrado. Es todo.
Ella presentía que ese día llegaría. El viejo Anastasio se lo había hecho saber
hacia unos meses cuando asomo jeta en el pueblo buscando un médico que le fuera
a visitar a la vieja. Ella vio al tipo sentado en aquella mesa, cerveza en mano.
Ella sintió esa mirada escrutadora. Era como si le hubiera pasado la lengua por
todo el cuerpo con solo mirarla. Ellos ya habían transitado desde hacía tiempo
por el camino de su casa. Ella sabía que eran los hombres malos que matan
soldados. Su mama también le había advertido de ellos. Ese era el día.
Ella no conocía el amor. No había
ningún muchacho en su vida. Siempre vivió sola con su mama. No había ido a la
escuela rural. No tenía más familiares. No había casas vecinas cercanas. No
había nadie a la vista. No quería a nadie. El viejo Anastasio irrumpió
sorpresivamente al rancho, haciéndola dar un brinco del susto. Le pregunto por
el guarapo y la mando a cocinarles algo. Ella silenciosa señala el rincón donde
está la olla grande de barro con el fermento que tenía para pasar la sed de ese
verano. El la miro fugaz y se llevó la olla para el patio. La chica se fue
corriendo a encender el fogón de leña. Por la ventanita los veía sentados
tomando guarapo, silenciosos. Termino de preparar un improvisado almuerzo para
aquellos hombres y al no tener en que servirles, termino pasándoles las vasijas
para que comieran con la mano, como animales. No vio en realidad ninguna
diferencia con el marrano que correteaba por la cochera. Todos eran iguales. El
marrano tenía más dignidad que ellos. Los hombres comieron y sacaron de las
maletas tres botellas de aguardiente y cigarrillos. Al no saber qué hacer, ella
se entró de nuevo al cuarto y se sentó en el catre. Su madre la había enseñado
a rezar. Pero ¿Para qué? No hay nada más terrible que el futuro más predecible.
Y ella tenía claro el suyo. Se sentó a esperar su desdicha mirando la pared de
bareque. No había lágrimas para llorar. A personas como ella, no les queda
nada.
La noche cae preciosa en el
monte. El aguardiente se está terminando. De repente ella empieza a llorar, de
un momento a otro, sin más ni más. Llora inconsolable. Llora porque sabe lo que
le viene encima. Su encanto, su prematura belleza, todo se esfumara. La puerta
se abre, es el viejo Anastasio. Ella se pone de pie, inútilmente. Él la toma de
la cintura y la levanta como una hoja de papel, arrojándola en el catre. Se
baja el pantalón sucio y lo deja caer al suelo. Ella cierra los ojos y siente
ese aliento aguardentoso en su rostro, después una lengua que se posa asquerosa
en la suya. Todo es un ajetreo, sudor, lágrimas e incomprensión. El viejo
ofició en sus carnes como una bestia golosa. Ella se dejó llevar por su mente a
otro lugar, muy lejos, donde nadie la puede encontrar. Esos besos fueron sus
primeros besos. Eso que ella no conocía fue lo que el viejo Anastasio le
presento como amor. Su sangre hierve como el aguardiente en la cabeza de la
bestia que tiene encima. Entonces siente que se desmaya. La luz de repente la
abandono.
Reacciono ya pasada la medianoche.
No se escucha nada más que el canto de los grillos. El viejo ronca ruidoso a su
lado. No sabe nada de los otros hombres. No sabe si moverse o quedarse quieta para
que el hombre no se despierte. Esta desnuda. No sabe dónde quedaron sus
harapos. Las velas se consumieron y casi no puede ver nada. Quisiera dormir,
pero es inútil. Se queda adivinando formas en la oscuridad, mientras piensa en
su infancia junto a su mama. Así es todo hasta que finalmente llega el otro día.
Anastasio se levanta pesadamente,
la contempla por un momento y la manda a vestirse y preparar café. Ella se pone
de pie rápidamente y se encierra en la cocina. Después del desayuno, el viejo
manda a sus hombres a seguir vereda arriba con órdenes para la otra cuadrilla
que se encontrara con ellos. Por su parte indica se quedara allí en aquel
rancho, para el dolor de la chica, por tiempo indefinido. Ella tiene el
cuchillo de cortar los tomates en la mano. Sería fácil cortar sus venas y
terminar con todo aquello. Pero no puede hacerlo. El temor a Dios es superior
al miedo que le genera aquel viejo desgraciado. Pasa saliva y respira
profundamente. Como una resignación.
El rio Magdalena sigue bajando.
El verano pasó y ahora el invierno azota las matas de café, empapa las hojas de
los palos de plátano, humedece la tierra hasta aflojarla y hacerla barro. El
viejo Anastasio ahora vive con ella. La ha hecho su mujer, sin pedirle permiso,
sin hacer preguntas. La tomo como si tuviera el derecho de hacerlo.
Frecuentemente vienen sus hombres a hablar con él y seguir sus instrucciones.
Por suerte para ella nadie más la puede tocar. Solo el, ni siquiera mirarla.
Una vez uno de ellos, bastante joven, se quedó mirándola y el viejo al darse
cuenta lo mando a fusilar en el polvoriento patio. Después de eso, ni ella
quiere que la miren ni ninguno de ellos quiere saber nada de ella. En los
asuntos del viejo nadie se mete. Ella descubrió para esos días que estaba
embarazada. El viejo sonreía caprichoso al verle la barriga templada, como con
orgullo. El orgullo de poder aun engendrar. Le decía que no sería el único, que
se fuera acostumbrando, porque le venían muchos más. Internamente deseaba una dinastía.
Un clan de pura maldad. Ella se la pasaba cocinando de día y aguantándole las
depravaciones al viejo en la noche. Al parecer el hecho de estar embarazada no
le impedía que la utilizara como un objeto, un animal domesticado, como
cualquier cosa. Entonces ella empezó a preocuparse por el niño de sus entrañas.
Ella soportaba estoicamente los vejámenes, pero el niño, ¿Que sería de él? No tenía
la culpa de nada. Era una criatura inocente, como ella, o bueno, como lo fue
ella alguna vez ya que a esas alturas no se consideraba limpia, ni pura, sino todo
lo contrario. Cada día que pasaba se sentía más sucia, más extraña, como un ser
sin alma. Toda su vida se la había absorbido el viejo miserable del Anastasio. Tenía
que hacer algo. Algo que cambiara la historia.
La época del parto llego. El
viejo mando a traer a una anciana partera que miraba con lastima a la muchacha
mientras la asistía en el alumbramiento. Un niño de blanca piel lloro ruidoso
en el cuarto, como si supiera a que mundo había llegado. De mala gana el viejo
Anastasio cuido a la mujer y al pequeño. Pasaron dos semanas y de nuevo fue
obligada a volver a su vida normal. Estaba para el trajín, para el gasto. El
niño no paraba de llorar y eso desesperaba al viejo que se iba a caminar monte
abajo. Ella temía que en algún arranque de locura, el mal hombre le hiciera
algo a su niño. La situación era extrema, las emociones estaban a flor de piel,
la locura asomo en las pupilas de la muchacha. Esa noche, se dijo, sería la última
que tendría que aguantar. El desquicio de la desesperación la atrapo. La luna
llena la influencio para tenerse fe en un plan que venía fraguando. Espero que
el viejo se quedara dormido y se fue al otro cuarto, saco la botella de
aguardiente de Anastasio y se bebió casi toda la botella en largos tragos. Su
bebe dormía en la cunita. Fue hasta el patio y tomo el largo machete de picarle
comida a los cerdos. Entro ligera al cuarto y del primer machetazo le corto el
cuello al viejo Anastasio, que apenas tuvo tiempo de medio despertarse a ver
como ella lo pasaba a la otra vida. Las paredes se manchaban de sangre y
tripas, al igual que sus manos, su rostro, la cama, el piso, toda su alma. Después
tomo al bebe y lo dejo entre los matorrales dormido. Que dios se apiadara de su
almita. Lo dejo allí, tirado, dormido en medio del frio de la noche, Le beso
sus manitas y siguió corriendo y corriendo hasta entrada la madrugada, cuando
llego al borde dl rio Magdalena. No lo pensó tanto y se arrojó de cabeza. No sabía
nadar. El caudal era muy fuerte.
Un llanto incesante se escuchaba la
mañana siguiente entre los matorrales. Unas manos bondadosas que levantan a un
niño y siguen su camino, que va muy lejos, por allá a otras veredas donde van
los jornaleros, hombres y mujeres, errantes, en busca de trabajo. Un viejo
muerto en una cama de un viejo rancho que se consume en llamas mientras sus
antiguos secuaces están ahí parados, botella de aguardiente en mano, escupiendo
a la memoria del canalla. Los días que pasan incansables. Todas nuestras vidas.
Toda la historia de nuestra humanidad.
El cuerpo de ella nunca apareció.
Nadie la echo de menos. Nadie la pregunto. Uno más que se desvanece con su
breve historia que nadie contara. Una voz sin memoria. Solo el caudal del rio
Magdalena la acuna en las madrugadas invernales. Y al fondo, a veces, un leve
quejido...
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Cantaba al remar en su canoa a ritmo firme el pescador...
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