EL
RECOLECTOR
En la esquina del cuarto de
madera se podían ver los cacharros de coger café y las lonas húmedas. Las manos
callosas tomaban el rostro de un hombre que se adivina en la luz rancia de la
vela parpadeante en una noche de lluvia. El rio Magdalena esta crecido y suena
enorme entre las montañas y la noche cerrada. El recolector se quedó mirando a
la nada mientras sorbía y sorbía tragos largos de guarapo fuerte, fermentado en
la única vasija de barro que tenía. Las horas pasaban y el fumaba y bebía, sin
pensar en más nada. La vida a veces es fácil, a veces no, y eso era algo que él
tenía claro. No vino al mundo a pasarla bien, pero ya estaba acostumbrado, y
eso no era algo importante. Empezó a sentirse borracho y saco de una sucia
maleta de cuero dos medias de aguardiente. No sentía hambre, ni sueño, solo un
inminente deseo de emborracharse, y por qué no, quizás no amanecer de nuevo. La
vela a punto de extinguirse le aviso para que tomara posición. Se acomodó como
pudo en el colchón roído, tomo sus fósforos, los cigarrillos y las dos medias
de aguardiente. Entonces la vela se apagó. La lluvia arreció aun con más fuerza
y ese era todo el sonido que el recolector podía escuchar. Bebía en la oscuridad,
interrumpida únicamente por el chasquido de los fósforos y la punta encendida
de los cigarrillos. Los minutos caían en la abulia del hombre embriagado. No se
supo cuando cerró los ojos y se quedó dormido.
Debía ser alrededor de las tres
de la madrugada cuando el tipo despertó exaltado y vomitando sus entrañas sobre
el viejo colchón, rodeado de oscuridad, sentía que se iba a ahogar, no podía pedirle
ayuda a nadie, le dolía el pecho, se estaba asfixiando. Entonces desde el otro cuarto,
de la nada, entro una luz en medio de su agonía que llego a socorrerlo, era Lena
que apareció no sabe de dónde diablos y lo tomo con suavidad de un brazo y lo recostó
sobre el colchón, mientras le acariciaba el cabello grasoso. De un momento a
otro empezó a respirar sin problemas, no podía creer que Lena hubiese vuelto. Sentía
vergüenza de todo lo que había pasado. O no sabía si estaba completamente
borracho. Solo sabía que observaba a Lena y a las mariposas de alas brillantes
como las aguas cristalinas de un lago. Deseaba levantar sus manos y atraparlas.
Quiso por momentos ser una de esas mariposas. Extender desde su cuerpo alas
enormes y emprender un vuelo maravilloso, dejándose atrapar por las ondas del
cabello de Lena. Surcar los valles, los ríos, codearse con las aves, posarse
sobre las flores, beber su polen, bañarse en su esplendor. Lena a veces desaparecía
y reaparecía en otro lugar de la habitación y el recolector se sentía como una
oruga e imagino que tal vez, en algún momento de su vida, sufriría la transformación.
Esa misma sensación le recordó su infancia y ese mismo anhelo. Pero los días habían
pasado uno detrás de otro y la realidad mostro su cabeza peluda y entonces el
recolector comprendió que el aún seguía allí, esperando el momento. Esperando
sus alas. Pero el momento nunca se hizo realidad. Ahora estaba con Lena, quien aún
estaba muy hermosa, como la primera vez que la vio. Él era joven y ella le
enviaba recados con los choferes de los autos que hacían las rutas a través de
las veredas de todo el departamento. El hombre le agendaba citas clandestinas
en el pueblo los domingos antes del mediodía y la invitaba a almorzar en algún
restaurante dentro del abasto y después la llevaba al parque central donde le
compraba un helado y alguna cerveza en uno de los cafés montañeros del pueblo
quieto donde siempre vivió. Con el tiempo se enamoraron y él la convenció para
que hullera de su casa y se fueran juntos. Consiguió un viejo rancho al que
llamaron hogar en medio de la montaña y allí vivieron felices por algún tiempo.
Pero la edad, las malas amistades y las mujeres fáciles hicieron de él un
desastre. Lena un día lo descubrió en infidelidades y lleno una caja de cartón
con sus harapos y su dignidad femenina y se fue para nunca más volver. Lo que
lo veían decían que el hombre nunca más fue el mismo. Tomaba en demasía y
fumaba sin control. Trabajador excelente si era, trabajaba más que los demás
como si no quisiera pensar en nada, pero todo lo que ganaba se lo gastaba en
licor. Trataba de indagar donde estaba Lena, después sentía el coraje montañero
por el abandono y desistía de la idea, y con el tiempo la buscaba de nuevo,
pero era en vano. No sabía dónde estaba su mujer, la única que amaba, la única
con la quería estar. Los años pasaron, los caminos de las veredas seguían
siendo igual de oscuros en las noches en las que trataba de llegar con
dificultad a su rancho que se caía a pedazos. El rostro de Lena se reflejaba
entonces perfecto en la mente del recolector. Desayunaba con guarapo. De vez en
cuando se tomaba algún tinto en el cafetín del pueblo donde siempre iba con
Lena. No le quedaba nada. Ella estaba muy Lejos, en algún lugar, con otro
hombre, y ese pensamiento era un machete filoso que lo cortaba en dos
lentamente, asesinándolo, haciéndolo mierda una y otra vez. En soledad sus ojos
eran diluvios de montaña. Solo recordaba y sentía la distancia, como si cada
vez fuera más y más grande, y la impotencia lo llevaba a las tabernas, a las
garitas, a las peleas de borrachos en medio de tugurios pueblerinos peligrosos.
Pero no moría. No podía matarse ni que lo mataran. El dolor era lo único que lo
atravesaba. El dolor con la forma del rostro de Lena. El recolector le rogaba a
Dios, quería devolverse en el tiempo para volverla a encontrar y sentir ese vértigo,
como el día en que la conoció. Otras veces juraba al diablo que nunca más se enamoraría
de nadie y olvidaría a Lena. Pero el despecho seguía destruyéndolo, haciendo
silenciosamente su trabajo. Llenando de soledad el rancho, la botella de
aguardiente, el día, la noche, los palos de café. Como una sombra que sumergía
todo el mundo del recolector, y se le pegaba en la ropa, en la piel, en el
machete y en el carriel, en el tabaco, en la rockola de música popular, en los
ojos de los demás. En fin, en toda su vida.
Ahora Lena estaba con él en
aquella habitación venida a menos por culpa de su propia mano. Saco fuerza de
su desastre personal y la tomo de los hombros, besándola, empapándola con sus lágrimas,
mientras ella acariciaba sus sudorosos y desordenados cabellos. No había
palabras en la escena. Solo un sentimiento de culpa y una misericordia que empezó
a encandilar el rancho hasta casi hacerlo estallar. El recolector se liberó de
su carga, como cuando arrojaba al suelo las lonas repletas de café mojado. Ya
no sentía en su pecho aquel dolor. Ya no había desesperación. Todo había
quedado atrás. Sintió que flotaba alegremente tomado de las manos de Lena y ascendía
tranquilo por encima de su catre, el techo, la montaña, el pueblo y demás
humanidad. Se le escucho reír como hacía muchos años no lo había hecho. Después
todo se hizo oscuridad. Y luego todo fue luz.
El recolector había muerto de
cirrosis. Lo encontraron días después y fue enterrado de inmediato porque nadie
soportaba el olor a cadáver. Lena no fue al entierro. Lena era feliz en la
capital. El mismo día del entierro ella se casó con un ingeniero. No recordaba
al recolector. La vida siguió su marcha. El rancho quedo vacío y en el
siguiente invierno se vino al piso. Nadie más volvió a hablar de aquel hombre y
su miseria. Ahora, en los palos de café, las pepas rojas reclaman su derecho a
ser arrancadas, pero el ya no está allí para hacerlo. Otros vendrán a tomar su
lugar. La vida es como un guerrero que jamás detiene su marcha...
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Cantaba al remar en su canoa a ritmo firme el pescador...
Cantaba al remar en su canoa a ritmo firme el pescador...
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