Lian
se entretenía hablando con algunos conocidos de la facultad de música de la
universidad. Discutían ampliamente sobre los encuentros y desencuentros propios
de la profesión. Por un lado estaba los más acérrimos seguidores de la academia
que pretendían sobremanera interponer el recurso que el músico estudiado debe
siempre navegar lejos de las orillas tormentosas de la música vanguardista, que
consideraban por demás vulgar. Pensaban que el académico era un músico que debía
ante todo dedicarse a la música mas canónica, llena de retruécanos y formulas
ya diseñadas. El otro bando era el más experimental, que deseaban fusionar los
ritmos, las culturas, los compases, las notas, los instrumentos. Lian estaba en
un término medio: Por un lado valoraba lo que la academia podía brindar. Estaba
de acuerdo que era necesaria para poder comprender la música, pero por otro
lado estaba a favor de la experimentación, el caos, el romper esquemas. Pensaba
que él tenía la razón, pues no era músico, y lo hacía desde la opinión, pues creía
que las ideas habían superado a la academia desde hace mucho.
Los
recalcitrantes se burlaban abiertamente de él: No sabía tocar ningún
instrumento realmente, pertenecía a otra facultad y escuchaba y veía la música
desde el lado más vulgar: el del oyente. Tenía unos conceptos bastantes
retorcidos con respecto a la sonoridad. Alguna vez había propuesto grabar un
disco y que cada tema fuese compuesto e interpretado por un solo instrumento,
en una idea minimalista. Los más modernos aplaudieron sonoramente la idea pero
los otros solo lo veían como un chimpancé que hablaba con la convicción propia
de los ignorantes.
Lian era un soñador
empedernido. Su mente divagaba ociosa y feliz por mundos y realidades alternas,
en donde a él siempre le ocurrían esas cosas maravillosas que tanto ansiaba le
pasasen. Un mundo casi inmaterial en donde flotaba presa de sus más
incontenibles deseos y necesidades. También era abiertamente entregado a sus
caprichos. Sus banalidades y su mundanidad le generaban placeres de corta
duración por los cuales estaba dispuesto inclusive a venderle su alma al
diablo. Aunque era más bien un pensamiento ocioso, pues él era un agnóstico
declarado y no creía en la existencia de ninguna divinidad, ni sagrada, ni
maligna. Pensaba que temerle al diablo era tan irrisorio como tenerle miedo a
un duende o a un hada. Era de la opinión que tales sandeces no debían ocupar
tiempo en la vida de una persona inteligente. Lo mismo opinaba hacia la
existencia de Dios, aunque allí si prefería guardarse sus opiniones, pues, así
no fuese a ninguna iglesia ni practicara ninguna religión o acto religioso o
cristiano alguno, muy en el fondo, sentía que existía, pues en ocasiones
hablaba internamente con él y pedía por el fin de sus desventuras. Y eso era
una forma de fe. En el fondo le rogaba a ese Dios por ser alguien trascendente
en la vida de las personas que le
conocían, o por lo menos de las mujeres que trataba. Y es que todos queremos
que nuestro nombre, nuestra existencia signifique algo, pero no necesariamente
tiene que ver, o viene de la mano del reconocimiento. Queremos que signifique
algo para nosotros mismos. Y era el deseo inconsciente de Lian en realidad.
El reconocimiento es
importante para muchos, es una manera de medir el paso por lo que hacemos, pero
al final entre la cama y el techo, esta toda la verdad, y esa solo la conocemos
nosotros, y allí, nadie se puede engañar. O eres o no eres, y generalmente,
siempre nos quedamos cortos, siempre algo falla, hay algo que falta, tiene que
ver con la naturaleza humana: Nunca estar satisfecho. Depredadores de
absolutamente todo lo que concierne al vivir, siempre se quiere un poco más, el
ser humano quiere hastiarse hasta morir y que los demás no importen. En esa
puja, nunca se saldrá bien librado de nada. No hay límite a la desdicha y la
insatisfacción. Fuimos educados para abarcar y nunca sentir sacio. El universo
parece totalmente distante e indiferente a nuestra situación, somos
terriblemente insignificantes ante él, no significamos nada cuando queremos
significar algo. El sentir que se tiene poder es un instinto, pues al tener
poder empezamos a cambiar nuestro sentido de la mortalidad. El ser humano no
solo quiere el trascurrir, busca el ser recordado, más allá de su permanencia
física en el mundo. Y eso cuesta, cuesta libertad. Nos sometemos a todas las
condiciones necesarias para buscar un fin vulgar como ese, sin entender que
solo al perderlo todo, podríamos llegar a ser libres para hacer cualquier cosa.
Pero no nos educaron para pensar así, para actuar y ver la vida de ese modo.
Nos enseñaron a cuidar, acaparar, poseer, tener, acumular, pues es la única
manera de generar experiencia enriquecedora y sensación de éxito. Cualquier
tipo de pérdida o desprendimiento se asemeja peligrosamente al fracaso, y los
estándares a los cuales nos somete la sociedad nos prohíben tener ese tipo de
sensación en nuestra vida. Nos enseñaron a sentirnos culpables por todo: Si
tenemos un trabajo aburrido y que no nos gusta, nos hacen sentir culpables con
la frase: “Pero agradézcale a Dios que tiene trabajo, muchos no lo tienen"
Si no nos gusta lo que estamos comiendo nos dicen: "Pero usted se queja y
no se da cuenta que hay muchos que se mueren de hambre" Este tipo de
situaciones nos condicionan, nos hacen sentirnos intranquilos y aceptar
situaciones que no deberían ser aceptadas. No entendemos que comparándonos con
los demás no vamos a mejorar nosotros mismos, y mucho menos ayudar a los otros.
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Quiero conocer tu mundo....ese del que tanto hablas
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